Una vez tuve los papeles en regla, lo primero que hice fue buscar otro trabajo que me permitiese, si podía, independizarme y comenzar ya en la Universidad.
Envié muchos currículums, sobre todo a empresas de limpieza. Pero pasaba el tiempo y seguía sin haber recibido llamada de sitio alguno.
La fecha para matricularme estaba a la vuelta de la esquina, y yo cada vez, más desilusionada. Cada día era mayor la nostalgia que me embargaba y estuve a punto de abandonar y marchar de nuevo a mi país. Pero no iba a tirar la toalla tan pronto.
Continué en la casa como interna y hablé con la señora para que me dejase ir a la Universidad por la tarde a cambio de que me bajara un poco el sueldo si así lo creía oportuno.
En realidad dijo estar de acuerdo, le quitó importancia a todo y me dijo que contara con ella para lo que necesitase. Eso sí, algún fin de semana me tocaría hacer horas extra.
Me pagaba a la semana, pero todo el dinero que conseguía se lo mandaba a mi familia.
El gran día llegó: después de mucho papeleo e interminables colas, conseguí matricularme en Enfermería en la Universidad Complutense de Madrid. Era lo que llevaba esperando mucho tiempo, sin embargo, muchas dudas asaltaban mi cabeza de nuevo: ¿qué voy a hacer ahora si apenas tengo 300€? El alojamiento y la comida no me preocupaban, pues corrían a cuenta de la familia. Pero, ¿y el transporte?, ¿los libros?, ¿las fotocopias?
Cundió el agobio, y no solo por el dinero, y mi cara de preocupación así lo reflejaba. La señora se dio cuenta y enseguida se interesó por mí. En ese momento me sentí como una hija más. Después de casi tres meses fuera de mi país y alejada del cariño y afecto de mi familia, lo agradecí enormemente.
Una vez más, la señora se portó, y propuso alternativas a todos mis problemas. Mi agobio duró lo mismo que un whisky on the rocks.
¿De verdad hay siempre una solución para todo?
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